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Resurrección del joven de Naím

Resurrección del joven de Naím
Ciclo C - Domingo 10 del tiempo ordinario / Lc 7, 11-17. Los milagros del tiempo de Cristo eran pruebas y demostraciones de fe. ¿Y qué son para nosotros?


Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer



En aquel tiempo, Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: "No llores". Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: "Joven, yo te lo ordeno, levántate". El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: "Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo". El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.

Reflexión
1. Este milagro que acabamos de escuchar, ha transformado la vida de los que los presenciaron: no tuvieron más remedio que creer. Para ellos todo cambió. La vida no era la misma: la muerte podía ser un hecho discutible. Tenían que admitir la presencia de otro mundo que podía en cualquier momento irrumpir en el nuestro.

Habían perdido toda su seguridad “razonable”, las condiciones normales de su vida. Ahora todo resultaba posible, podía suceder cualquier cosa: se les podría exigir cualquier cosa.

2. Los milagros del tiempo de Cristo eran pruebas y demostraciones de fe. ¿Y qué son para nosotros?
Creemos en ellos por obligación, porque tenemos fe. Pero no son ellos los que nos dan la fe.

¿Cómo vamos a creer que estas cosas son posibles? ¿Cómo es que ahora ya no se producen? ¿Ante un muerto, quién de nosotros cree en la resurrección, en la posibilidad de un milagro como el del hijo de la viuda de Naím? Quizás no tengamos más que la fe poco entusiasta de Marta, la hermana de Lázaro: “Sí, Señor, ya sé que resucitaré el último día”.

3. Sin embargo Cristo no ha hecho este milagro para trastornar las leyes naturales y suprimir en este mundo la muerte. Cristo quiere enseñarnos que Él es el Señor, el dueño de la vida, y que cuantos se ponen en sus manos, vivirán.

La resurrección del hijo de la viuda de Naím no es la resurrección que se nos ha prometido a todos. No es una resurrección satisfactoria, ya que no es definitiva y en nada cambia la condición humana. Pero es el signo de la presencia y del poder del Señor.

Realmente, el plan de Dios no es suprimir en este mundo la muerte. No se trata de hacer que nuestros muertos tengan que volver a esta vida terrenal.

4. Existen otras restricciones mejores y mucho más bellas que las restricciones corporales. Lo que hemos de pedir para los demás y para nosotros mismos, son esas restricciones espirituales: que Dios nos dé su vida, que Dios nos devuelva la vida, que nosotros vivamos de verdad, la vida de Dios. A cada uno de nosotros nos dice Jesús, en el Evangelio de hoy: “¡Joven, a ti te lo digo, levántate!”

Todos nosotros estamos muertos de alguna zona de nosotros mismos: somos inertes, indiferentes, fríos, estamos muertos a una fe viva, a una esperanza alegre, a un amor activo y generoso. O nos cuesta comprometernos, entregarnos, renunciar a algo…

Tendríamos que preguntarnos: ¿En qué parte o zona de nosotros mismos estamos espiritualmente muertos y necesitamos renunciar? Pienso que existen partes de nuestro ser a las que no descendemos nunca, por miedo al espectáculo que tendríamos que presenciar, a la desesperación que se apoderaría de nosotros.

Sí, también las almas pueden morir, en cierto modo. Y el peor de los cadáveres resulta menos hediondo que algunas descomposiciones espirituales.

5. Porque Dios es capaz de resucitar a los muertos, incluso a aquellos muertos que se creen vivos. Y la resurrección que Dios es capaz de obrar en nosotros, es una resurrección constante e inmediata: es capaz de cambiarnos. La fe consiste en creer que Dios puede hacer de cada uno de nosotros un hombre nuevo, un ser nuevo algo así como un niño recién nacido.

Un maestro de la vida espiritual afirma que el verdadero ateo no es el que dice que Dios no existe. El verdadero ateo es el que dice que Dios no es capaz de cambiarlo, que es ya demasiado viejo. Y lo mismo dicen ancianos de setenta años como también jóvenes de quince.

Y nosotros: ¿Nos sentimos viejos, es decir estamos convencidos de que ya no podremos cambiar, o confiamos en la fuerza transformadora de Dios que en cualquier momento puede alcanzarnos?

6. Para los matrimonios presentes. Ya estamos casi a mitad del año. Es el momento de preguntarnos: ¿Qué estamos haciendo como matrimonio para cambiar y transformarnos, para luchar seriamente por nuestra santidad conyugal? ¿Nos hamos puesto ya en camino hacia ese ideal alto? ¿O estamos postergando, una vez más, una decisión concreta?

Cada pareja tendría que tener, para este año, una meta clara en el camino hacia la santidad. ¿Cuál es esa meta? Por ejemplo: empezar la autoeducación como matrimonio, tener propósitos concretos, tomar en serio el diálogo… sin una meta clara y concreta difícilmente vamos a poder crecer y avanzar.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt



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